lunes, 11 de octubre de 2010

PRESENCIA DE MARÍA por Alfonso Junco (+1974)


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EL CORAZÓN Y EL REGAZO
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Entre el tumulto de ráfagas geniales que se agolpan y entrecruzan en la estupenda Ortodoxia de Chésterton, fulgura aquélla en que se imagina a una personalidad científica de la luna, contemplando a un hombre. Al observar el sabio de la luna que en el organismo humano hay un ojo a la derecha y uno a la izquierda, un brazo y otro brazo, una pierna y otra pierna, un oído y otro oído, un pulmón y otro pulmón, deduciría con aparente lógica que toda la estructura era doble, simétrica, y al llegar al corazón buscaría, con certidumbre de acertar, el otro corazón del lado opuesto. Y fallaría. Precisamente al llegar al corazón, caería en fracaso decisivo.
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Pues bien: el cristianismo no es de la luna ni está en la luna. El cristianismo sí sabe que el hombre tiene un corazón, y sabe dónde lo tiene, y cómo. Sabe lo que el hombre tiene de simétrico y lo que tiene de asimétrico, lo que tiene de racional y lo que tiene de subconsciente. Sabe de su amor a la evidencia y de su amor al misterio.
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Conoce al hombre en todos sus vericuetos, en todas sus oscuridades y contradicciones, en todas sus complejidades infinitas. El hombre, este desconocido de que habla Alexis Carrel en libro resonante, sólo es un conocido -¡y con qué inexplorada profundidad!- para el cristianismo.
Porque conoce el corazón humano, porque está hecho -divinamente hecho- para el corazón humano, el cristianismo abraza y magnifica el culto a la celeste maternidad de María. La frialdad desolada del protestantismo construye un orbe religioso en que no existe el culto a la Madre. Pero el corazón se niega. El corazón necesita este centro de ternura, esta exquisita suavidad de mujer, esta intercesión maternal.
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María intercede ante Jesús: sigue intercediendo, como aquella primera vez en que, agotado el vino de las bodas, una palabra suya, discretamente deslizada apenas, suscitó y casi violentó el primer milagro de su Hijo. Con esta misma finura conmiserativa, con esta delicada previsión de evitar el bochorno del que padece necesidad, sigue la Madre de Jesús intercediendo por toda la infinita sucesión de los que queremos y no podemos, de los pobres vergonzantes que somos legión en la humanidad.
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María vive hoy, como vive hoy su Hijo. No acabó su tarea, ni su misericordia está agotada. No pertenece, simplemente, al pasado, como un personaje de hace veinte siglos. Con presencia de gloria está presente en los cielos, con presencia de amor está presente en la tierra.
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La Iglesia, que es Cristo perpetuado entre los hombres, tiene esta estupenda misión y este maravilloso privilegio de actualizar a Cristo. Hoy nace Cristo en Belén, hoy habla en la colina, hoy se da en el milagro de la Cena, hoy muere en el Calvario, hoy resucita victorioso. No es una vieja historia inoperante: es una eterna actualidad que sacude y transforma y extasía las almas.
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¿Habéis pensado alguna vez lo que fuera de Cristo sin su Iglesia? ¿Habéis medido toda la enormidad y pujanza que entre los hombres tiene el olvido?… Pero la Iglesia es esta gran enamorada y esta gran recordadora que no nos deja olvidar: y Cristo se nos mete por los ojos en cuadros, esculturas y ceremonias, se nos mete por los oídos en la cátedra del Evangelio y en el tribunal de la confidencia; palpita en nuestras manos por la señal de su santa cruz; se nos entra en la boca en el misterio dulce y pavoroso de la Eucaristía. Cristo vivo, Cristo presente, Cristo actualizado, Cristo visible y como si dijéramos corpóreo, saliendo al paso de nuestro embotamiento y olvido, eso es la Iglesia. Bien lo sabía el que la fundó y por eso la fundó.
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Dios puede perderse en la nebulosa lejanía de filosóficas abstracciones o de deísmos yertos, si no encarna y se acerca a nosotros y nos habla en Cristo; porque Cristo caería en el olvido y sería a lo sumo un atrayente personaje histórico, si no se perpetuase y actualizase en su Iglesia; y la Iglesia vendría a dispersión incoherente y a descomposición mortal -como en las sectas disidentes lo dio ya la experiencia- sin una invulnerable autoridad, sin una visible cabeza, sin un jefe: el Papa.
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Y así como la Iglesia actualiza a Cristo, de manera semejante actualiza a su Madre. Hoy, como ayer, María pide por nosotros. Hoy, como ayer, nosotros, mínimos hermanos del Primogénito Cristo, la sabemos nuestra Madre y buscamos refugio, suavidad y caricia en su regazo. Porque todos, todos somos niños -¡y ay de aquél que no tenga algo de niño, porque no entrará en el Reino!-; todos somos niños, y cuando la vida nos golpea y el desencanto nos ahoga, y la tempestad se desenfrena contra nosotros, corremos instintivamente al regazo de la Madre. Ella nada pregunta ni reclama: abre, nomás, sus brazos para cerrarlos sobre el hijo maltrecho; y llora con él, y lo consuela, y delicadamente pide -como en Caná- el milagro misericordioso.
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EL EVANGELIO Y EL TEPEYAC
Honda en la entraña del corazón humano, la reverente devoción a María nace y finca en la roca del Evangelio. Aquella que el ángel saludó por llena de gracia y por bendita entre todas las mujeres; aquella en quien el Verbo tomó carne; aquella ante la cual Santa Isabel, movida del Espíritu, exclamó: “¿De dónde a mí tanto bien que la Madre de mi Señor venga a mí?”; aquella que recibió el llanto primero y la primera sonrisa de Jesús; aquella que siguió todos los pasos del Hijo y suscitó el primero de sus milagros; aquella que Cristo en su agonía dejó por madre al predilecto; aquella que perseveraba con los apóstoles amedrentados cuando en viento y en llamas vino el Paráclito, no constituye un personaje de antojo ni encarna una fantasía sensiblera. Clavada está en la roca del Evangelio, en la veneración de los discípulos, en los muros de las catacumbas, en las definiciones de los concilios, en el culto radiante y victorioso de veinte siglos cristianos. No representa una devoción parasitaria sino un amor esencial.
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Pero nosotros, católicos, nunca confundimos al Creador con la creatura. Su distinción irrevocable es dogma de nuestra fe. Sabemos y enseñamos y ponemos al alcance del más humilde aprendiz de catecismo, que el culto propiamente de adoración, que se llama latría, es para Dios solo; que el culto a los santos y a la Virgen es de veneración, y tiene por eso significado y nombre diferente.
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Es ofensiva inepcia -repetida con monótona tozudez en propagandas protestantes- que los católicos adoramos a María como si fuese Dios. Y no menor inepcia ni menos burdo agravio, tildarnos de idólatras por la reverencia a las imágenes: pues es verdad elemental que en ella reverenciamos a la persona que trasuntan, no la piedra o el palo o el lienzo; como al descubrirnos ante la bandera nos descubrimos ante la patria y no ante el trapo; como al besar el retrato de nuestra madre, besamos a nuestra madre y no al cartón.
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María es nuestra Madre. ¡Tristes de aquéllos que no la conocen! ¡Tristes de aquéllos que, conociéndola, la olvidan, o por el orgullo de la inteligencia, o por el desvarío de la carne, o por el seco engaño del estoicismo! Cristo, modelo de varón, no quiso la ridigez amarga del estoico que esconde las lágrimas. Profundamente humano, Cristo lloró a vista de todos. Y nosotros, cristianos, tampoco tenemos por vergüenza el llanto. Somos, sí -debemos ser-, sufridores y bravos y enteros. Pero no asfixiamos la sensibilidad humanísima, en la inhumana sequedad de la soberbia. Más bien, con sencillez de niños, dejamos nuestras lágrimas en el regazo de una Madre.
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Y esta infancia espiritual -que Cristo muy señaladamente encareció en el Evangelio, y que florece lo mismo antaño en las Fioretti de Francisco de Asís que hogaño en las rosas de Teresita de Lisieux-, alienta para nosotros, con singularísima fragancia, en el candor enamorado de Juan Diego y en la tilma celeste del milagro. María, Madre en Cristo del humano linaje, quiso ser, con particular ternura y con histórica plenitud, Madre de México.
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Porque la Virgen de Guadalupe se identifica con la sustancia de la patria. Ella presidió el nacimiento de nuestra nacionalidad. Quiso visitarnos -como a su prima Isabel en su gravidez-, cuando estas tierras estaban "grávidas de Cristo", y aceleró el nacimiento de Él y su reinado entre nosotros de manera tan insólita y desproporcionada con los medios humanos, que todos los historiadores lo advierten y se asombran.
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Ella, que consoló a los vencidos y amansó a los vencedores, no muestra fisonomía de india ni de española, sino de mexicana; y diríase que preludió en su dulce imagen la fusión de las dos razas que constituyen la nuestra, por las rosas de Castilla que se absorben y pintan en el ayate del indígena.
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Ella, fervorosamente amada por todos los caudillos de nuestra Independencia, palpitó lo mismo en los pendones de Hidalgo que en las proclamas de Morelos y en las insignias de Iturbide.
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La Madre de Jesús y Madre nuestra nos dé espíritu y pauta y camino. Y la Virgen de Méjico, la Virgen de los pueblos indoespañoles, extienda a la integridad del continente el blando hechizo de su imperio, levántese por símbolo unitivo de amor y de verdad, y llegue a ser -unánime, plenaria- la Virgen de América.
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http://www.luxdomini.com/presencia.htm
*Introducción del libro El Milagro de las Rosas, magnífica obra guadalupana de Alfonso Junco, México, JUS, 2a. Ed.
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